1 de marzo de 2011

El gerente de la empresa en la que trabajo, navega en un yate blanco por el río Uruguay. Hace comentarios sobre el clima y asegura que vamos a viajar con lluvia. A quién le habla? A mi me habla. Yo no me veo. Dónde estoy? Su cabeza gira hacia la izquierda, su brazo se despega del timón, y su índice marca una línea imaginaria hacia el agua, pero tampoco estoy ahí.
– Un delfín! – dice.
Lo veo saltar, típicamente. «Lo veo saltar». «Lo veo». Desde dónde lo veo? Desde al lado. Yo soy el barco!
Y ahora que tomé consciencia de que soy una máquina enorme, deslizándome por un río todavía mucho más grande, juego a nadar a mis anchas, sin preocuparme por esquivar los peces. A veces algunos juncos me hacen cosquillas y sonrío con el viento en la cara, o mejor dicho, en la proa. Sonrío ampliamente…
Hasta que el cielo se nubla, el que era río se vuelve azul, el horizonte se expande, y veo montículos de agua que suben y bajan, que al rato son galones de espuma rompiéndome contra el cuello. Entonces, mi tamaño disminuye y vuelvo a ser la de siempre, con el gerente montado en la espalda, exigiéndome que nade más rápido en medio de la tormenta marítima.

Ya es de día y la orilla está cerca. Él está inconsciente, lo arrastro bajo unas palmas. Sigue lloviendo. Poco, pero llueve. Siento un sabor metálico en la boca, y escupo en mi mano un coágulo de sangre del tamaño de mi puño. Me enjuago en el mar, y el coágulo iza una vela, me saluda y se va con su familia.

Bárchufla
Bárchufla

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