11 de abril de 2011

Voy derechito por Paseo Colón hacia Retiro. Camino tanto que ya me siento perdida. Miro alrededor: edificios muy altos y descuidados, alguna vez fueron oficinas y ahora tienen los colores de Caminito. Un señor de bigotes, en camiseta, se asoma por una ventana, el reflejo del sol en su reloj dorado me encandila:
-Ey, piba! Te pasaste de Retiro ya. Ojo que esta zona es jodida, eh…
Tratando de volver, me meto en un pasillo y me pierdo en sus recovecos. Una nena de unos 5 años me da un paquetito de regalo. Lo abro y la abrazo. Son unos alfileres de cabeza, de esos de bolitas coloridas, pero las bolitas son más pequeñas de lo habitual, bien brillantes.
Mientras sigo tratando de salir de ese barrio retorcido, paso por un kiosko. La vidriera tiene de esos mismos alfileres, pero con otros motivos en lugar de esferas.
«La ocasión hace al ladrón», dice mi viejo. Y surge la oportunidad de llevármelos. Los saco rápidamente de donde están y los voy pinchando en una superficie mullida. Necesito hacer un poco de presión para insertarlos. Hacen un «track» suave y sutil. Me provoca el mismo placer que explotar la bolsita de burbujas que recubre los electrodomésticos.
Hay de estrellitas, corazones y hasta unos de Kitty, pero estos últimos son más grandes y el soporte no es un alfiler, sino una hojita de metal.
Vuelve la kiosquera con mi pedido y la culpa me hace perseguir, pienso que me mira raro. Salgo con la compra lo más rápido que puedo. Otra vez en la calle, un vidrio me devuelve mi imagen, y sobre las cejas, en forma vertical, están las Kittys, clavadas. Una de las heridas larga mucha sangre y la cuchillita decorada se cae, dejando ver un corte colorado y húmedo.
Sobre la frente, los alfileres de bolita forman un espiral, con todas las puntas orientadas al centro. Mi piel los absorbe como Homero a la zunga, y la cicatriz se cierra sobre si misma, seca e indolora.

Bárchufla
Bárchufla

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