Sergio me lleva en moto a un barrio de Quilmes. Entro en un pasillo angosto, con el piso de tierra. Hago 20 metros y se ensancha. La mitad del camino se hace de baldosas flojas y rotas. Treinta pasos, se vuelve a enangostar y es de tierra, con unas maderas arriba para no llenarse de barro cuando llueve.
Sigo caminando y ya me pesan los pies como a Neil Armstrong con sus botas espaciales… este pasillo es larguísimo.
Después de las ventanas a mi derecha, empieza el césped. Flores violetas y rojas decoran los bordes de un tapial blanco que me llega a la cintura.
Escucho un llanto del estilo del bebé de Max Paine, pero de otra edad. Yo sé a quién pertenece y acelero el paso. Cada vez lo escucho más fuerte, pero el pasillo es interminable y sigo corriendo por el pasto.
Corro con ganas, pero el aire a mi alrededor tiene la densidad del agua. Quiero llorar yo también, pero de la bronca por no poder llegar más rápido. Pongo mi mente en blanco, pienso en positivo, pienso en seguir corriendo con toda mi fuerza. Cuando me quiero acordar ya estoy llegando.
Entro en un patio de baldozas grises como las de un departamento que fui a ver en Rondeau y Maza. Tiene sogas de alambre en donde colgaron camisetas blancas. A mi derecha está la puerta de la casa. Entro. La cocina es amplia, el piso es oscuro. Maldita Marina está apoyada en la mesada, con una mano tapándose los ojos mojados. Me acerco corriendo como venía y me detengo en seco frente a ella. Me mira, me reconoce y me abraza. Con el mismo abrazo, la levanto un poquito en el aire, como un abrazo de gol pero tranquilo. Trato de tranquilizarla, pero está muy acongojada. Me mira a los ojos y me pregunta retóricamente:
-Por qué me pasa esto a mí? No puedo lo puede creer. No puede estar pasándome. Entendés que tengo 24 años??!!