19 de julio de 2010

«La ciudad está bajo un tinglado de chapa a modo de bunker. Estamos yendo en auto con mis viejos por una callecita empedrada y angosta hacia un destino que desconozco, símil vacaciones. Paramos en un kiosko a comprar un matelisto. Baja mi mamá pero no se dá cuenta de que el negocio está siendo asaltado. Se acerca demasiado y el chorro (idéntico a Sawyer el de Lost) le mete tres tiros en el pecho. Cae desmayada. Intento llamar al 911 pero mi madre se reincorpora: – No hace falta, me siento bien -.
Llueve y volvemos a casa. Mi vieja ceba mate con sus tres tiros todavía puestos y miramos la tele. La incisión de la bala está aún en su camisa blanca, pegada al cuerpo por la sangre seca. Todos se mantienen indiferentes a las heridas. Yo insisto en llevarla a un hospital y mi viejo argumenta: – Si ya no sangra!-.
Me tiro en el piso para aliviar el verano con el frío de las cerámicas. Apoyo mi cabeza sobre la panza de un tipo pelado. A su vez, sobre mi panza, se apoya la cabeza de un hombre que me gusta y acaricio su pelo. – Me voy, me abrís? – me dice. Y lo acompaño hasta el hall de entrada del edificio.

Tengo un papel del tamaño de un boleto de colectivo para darle con un mensaje importante. Una vez arriba del auto, le paso el papelito por la ventanilla del acompañante. Él lo mete en la guantera del auto sin leerlo y arranca la marcha muy rápido. Mientras subo en el ascensor, recuerdo las palabras anotadas en cursiva con fibra negra, independientes entre sí, pero relacionadas, sin duda: «Miércoles – Amarillo». Aliviada, suspiro como una niña que resuelve una ecuación en 4to grado.

Bárchufla
Bárchufla