Me estoy vistiendo para ir a la facultad, tengo el tiempo justo para salir a tomar el bondi que tarda una hora. Me pongo el pantalón al revés y hago un berrinche porque voy a llegar tarde. Mi mamá me ayuda a sacármelo porque es muy angosto en los tobillos. Me doy cuenta que además está roto, así que tengo que coserlo muy rápido; le pongo unos alfileres y llega Daniel «El Uruguayo», que tiene una fábrica de ropa. Se asombra de que sé coser, le cuento que tengo título. Voy a la máquina, pero está mi hermana sentada ahí, a punto de comer un plato gigante de fideos con muchas albóndigas del tamaño de un durazno. Le digo «Ya fué, no voy a coser, me pongo otra cosa. Me puedo comer un par de albóndigas que ya me voy corriendo?». Me como tres y me manché la remera. Le rocío un spray antimanchas y voy a lavarlo en la terraza.
En la terraza, agarro una esponja de metal de un charco de agua y veo que hay gusanitos por todos lados, gusanos de descomposición, de esos chiquitos y blancos. Y me pregunto de dónde vendrán. Aparece Daniel «El Uruguayo» como de atrás de una cortina, y le muestro que hay gusanos. Vemos que hay un perrito enganchado en un arbusto. Pienso que está muerto y cómo sacarlo de ahí, pero el perrito de repente llora, tiene una patita atrapada entre las ramas. Bajo llorando y le digo a mi mamá que hay que sacar al perrito de ahí, mi mamá me dice «Dejá de joder con el perro y andá a la facultad», le digo que no, que no voy a ir, que hay que sacar el perrito, que seguro es de algún vecino. Pienso en que no tengo un mango para llevarlo al veterinario, que me voy a quedar sin guita. Lloro, no quiero que se muera. Busco unos guantes.